miércoles, 24 de agosto de 2011

Tía


Hablábamos sobre por qué algunas fechas nos ponían tan tristes. Eran pocas, dos o tres por año, algún aniversario, tal vez Navidad. Me decía que tenía que ser fuerte, que no se lo podía permitir.
Yo le decía que, en realidad, a veces era tanto el dolor y las ausencias tan ausentes que no me imaginaba cómo hacía para llorar sólo dos o tres veces al año, cuando, si me lo ponía a pensar, los 365 días extrañaba su presencia como una loca.
Esas fechas, las que me dejaba estar triste, recordar, escuchar la canción que escuchábamos antes, juntas, llorar porque sí y porque no. Porque no estaba, porque no la veía ni la sentía, porque era mentira todo eso del cielo y de la vida después de la muerte. Porque aunque intentara pensarla fuerte, invocarla, no había nada que pudiera traerla de nuevo, salvo una foto, que no por ser eterna deja de ser vieja, intocable, lejana. Esas fechas sólo eran excusas para poder dejar ir todo lo que no lloramos el resto de los días. Como una especie de premio. Llegamos hasta acá, resistimos todo esto, nos merecemos un día de dolor.
Entonces hoy, que es uno de esos días del año, recorro todo un álbum de fotos viejas y eternas. Eternas como el recuerdo que me acompaña y como esa esperanza incrédula pero persistente de que quizá, pensándote fuerte, esta vez sí pueda sentirte.

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