viernes, 31 de julio de 2009

Posibilidad


¿Y si hacemos como que no pasó nada, como que no estuve ahí? ¿Que no dijiste lo que dijiste o, al menos, que lo dijiste de otra forma, con otra intención?
¿Si me creo que pensás diferente, que cuando hablaste quisiste decir otra cosa, que de todo lo demás te arrepentís?

Qué fácil es engañarse a una misma a veces.
Qué difícil es hacerlo ahora. 


miércoles, 22 de julio de 2009

Luz


Y de pronto, entre medio del caos, de la incertidumbre y de las ganas de llorar -inoportunas, siempre inoportunas- pasa algo que te roba una sonrisa. Que te devuelve, aunque sea por un rato, la esperanza que tuviste alguna vez. Ese algo, a los ojos de los demás, puede no ser nada. Puede resultar insignificante, incluso estúpido. Pero vos sabés lo que significa, conocés su valor y el porqué de que te haga latir el corazón un poco más fuerte. 

Ese algo forma parte de mi historia o, mejor dicho, de la historia que recién empiezo a escribir y pretendo seguir escribiendo. Aunque a veces me dé miedo ser la protagonista y busque de todas formar, incluso boicoteándome a mí misma, el ser sólo una figurante, un extra, alguien que mira desde afuera aun estando adentro, en el medio mismo donde suceden las cosas. 

Pienso en todo lo que pasó de un tiempo a esta parte con respecto a ese proyecto que empezó siendo una idea en mi cabeza y terminó siendo algo concreto, tangible, real. Pienso en lo que sentí la primera vez que supe que iba a poder concretarla. Pienso en el día en que el personaje adquirió características propias, un rostro, un par de gestos, una dulzura impuesta por otro y que le quedó tan bien. Pienso en las primeras lágrimas de mis ojos, las de emoción, las que contuve con un poco de vergüenza antes de que alguien me pudiera ver llorar. Pienso en el equipo humano, en esos seres que antes eran desconocidos para mí y que de pronto se encontraron compartiendo conmigo la experiencia más importante de mi vida. Pienso en los contratiempos que superamos juntos, en los pequeños logros que se festejaron como si fueran gigantes y en las frustraciones que, por ser primeras, dolieron como si fueran las últimas. Pienso en la ingenuidad de esa ilusión, en esa María que se atrevió a pensar que si hay ganas y hay corazón todo es posible. Y, aunque haya aprendido que no lo es, sé que sin ese utópico pensamiento de entonces la idea original seguiría siendo una idea, el personaje un mero personaje descrito en un papel y yo alguien un poco menos feliz. 

De pronto, aquí, en medio de la vorágine del caos y el gris de la rutina, pasa algo que me roba una sonrisa. No. No cambia radicalmente lo que vivo. No logra que se esfumen los problemas ni tiene la capacidad de borrar las penas al instante. Pero hace que este caos tenga sentido. Que las frustraciones sean recordadas como una lección. Que me dé cuenta de quiénes están dispuestos a alegrarse sinceramente por mis pequeños éxitos. Que insista en hacerme entender que, más allá de todo, vale la pena creer a ciegas en lo que se quiere. 

viernes, 17 de julio de 2009

Nosotros

Hace muchos años, (o tal vez no tantos, pero parecen demasiados desde acá) yo lloraba sola encerrada en un baño. Un problema que no viene al caso -aunque me siga persiguiendo cada tanto- se había empecinado con romperme el alma. No fue la primera ni la última vez que lloré. Que lloré y dolió el pecho. Que dolió el pecho y me faltó el aire, no del que se inhala y exhala en el mecánico acto de respirar sino del que se necesita para vivir. O, al menos, para vivir con ganas.

Pero, aunque no fue la primera ni la última -y mucho menos la única- vez que lloré, la recuerdo como si fuera hoy. Creo que si hiciera el esfuerzo, me acordaría de la ropa que llevaba puesta y de los ruidos que oía más allá de mí. De todos modos, de lo que sí me acuerdo es de alguien a mi lado hablándome bajito pero firme. Buscándome los ojos con la mirada, pidiéndome sin hablar que confiara en esa voz. Y, casi sin querer, casi sin darme cuenta, confié.

Recuerdo con exactitud cuál fue la palabra mágica para que alguien como yo, tan difícil de ceder, tan difícil de dejarse llevar, de mostrarse vulnerable y aceptar un consuelo, se entregara y, por primera vez, creyera que todo iba a estar bien.

- ¿Sos consciente de que estás mal, de que estás sufriendo? - , me dijo, sin rodeos, después de escucharme hablar por un rato y de mirarme llorar otro tanto.

- Sí - , le contesté, sabiéndome consciente de todo, aunque quizá no tuviera muy claro todavía de qué.

Hizo una pausa, tal vez también una sonrisa, y agregó:

- Bueno, entonces ya tenemos algo a nuestro favor.

Escuché "nuestro" y de pronto me pareció sentir que el problema no era sólo mío. Que había alguien más que estaba dispuesto a abrazarlo conmigo. A abrazarlo hasta asfixiarlo, hasta que no tuviera más razón de ser. Escuché "nuestro" y ahí, sin dudarlo, sentada en el piso de un baño con la cabeza apoyada sobre las manos, supe que no estaba sola.

Hoy, después de muchos días de sentir esa angustia casi permanente y de esas inminentes -y tan inoportunas- ganas de llorar, me di cuenta de que lo que necesito es un nuestro. Un nuestro que implique un nosotros, un dos que sea uno solo, un llanto compartido, una mano tendida con sinceridad, dispuesta a ofrecerme la otra si es necesario.

Pero sé que conseguir un "nuestro" es mucho más difícil que todo lo que he estado pidiendo inútil y erróneamente en estos días. Más difícil que obtener comprensión, más difícil que encontrarse con una misma, más difícil que conseguir que te dejen en paz, más difícil que esperar a que vengan tiempos mejores.

Porque el que habla de tus problemas personales haciendo uso del plural, el que de corazón sustituye un "tu" por un "nuestro", lo hace aun sin comprender, lo hace incluso si estás perdida, lo hace aunque sea en el medio de un caos en el que no se avecinan tiempos mejores a kilómetros de distancia.

Necesito un "nuestro". Y cómo me gustaría que me lo dijeras vos.



martes, 14 de julio de 2009

Bienvenida


Desde que tengo uso de razón, todo lo que vivo, todo lo que siento, pienso, sufro o río, lo escribo. Pero no en el común acto de escribir, de enfrentarse a una hoja en blanco y volcar cada una de las palabras, sino que escribo mentalmente, en mi cabeza, en el momento mismo en el que vivo lo que estoy escribiendo. Pienso, por ejemplo, qué palabra sería la más adecuada para expresar ese vacío que siento adentro, ahora, cuando caigo en la cuenta -otra vez- de que ella ya no está. U ordeno las ideas rebeldes y agolpadas que se cruzan por mi cabeza cuando el aire me da sobre la cara, cuando siento el frío, cierro los ojos y creo que soy capaz de lograrlo todo mientras el viento esté de mi lado.

Voy en el ómnibus en un día gris y lo que es capaz de iluminar mi día es pensar qué adjetivos usaría para describir a la señora de rostro triste que tengo en frente, o cómo definiría la particular manera de sonreír del chofer, o desde qué punto de vista contaría la historia de los novios que se están peleando en el asiento de atrás y que, sin darse cuenta, me están dejando ser partícipe de sus vidas.

Hoy o, más bien, a partir de ahora, tengo ganas de enfrentarme a la hoja en blanco. De pasar esas palabras acumuladas en vaya a saber qué rincón de mi mente a un espacio en donde una palabra adquiera sentido con la otra, en donde los textos tomen forma y los personajes cobren vida.

Desde que tengo uso de razón, escribo todo lo que vivo, todo lo que siento, sufro o río. Es hora de cruzar el abismo. De enfrentarme al peor de mis miedos y a la única razón por la cual no he sido capaz de plasmar en un papel tantas palabras e ideas. Al miedo de quedarme vacía.